¿Qué es lo primero que hacemos al despertar? Ir al servicio, besar a mamá, tomar un café. Ninguna de las anteriores es correcta. Lo primero que venimos haciendo de un tiempo acá es mirar el móvil. Casi sin habernos despertado aún, con los ojos hinchados y saliendo del último sueño, comprobamos las notificaciones que nos aparecen en el móvil por si algo interesante ha ocurrido en nuestros perfiles de redes sociales durante la madrugada.
Mirar el móvil a las 7:30 suele ser muy habitual entre todos los usuarios de smartphones. Casi sin pensarlo, por inercia, cogemos nuestro móvil y abrimos las redes sociales y los servicios de mensajería: Facebook, Instagram, Whatsapp, Twitter, Snapchat… a ver qué tal. Siempre hay alguien que se acuesta después o se levanta antes que nosotros. Y, claro, necesita interactuar con el mundo que le rodea o que no le rodea, empezar el día con fuerza en redes sociales. El extremo ha llegado con Snapchat, y es que lo efímero de sus contenidos nos hace perder la vergüenza y hacernos selfies desde la cama para dar los buenos días o para comentar lo terrible que ha sido la noche… hasta en vídeo.
Las costumbres reales de nuestro día a día con los móviles las tenemos pocas veces en cuenta. No solo lo usamos al despertarnos, sino que también lo hacemos en el servicio, a ratos mientras nos vestimos y nos cepillamos los dientes, cuando caminamos y sí, también cuando conducimos. Los semáforos son un refugio perfecto para los que sufren de incontinencia de mensajería. En el metro, subiendo escaleras, mientras comemos, cuando vemos la tele y también cuando fingimos escuchar a alguien. Son momentos reales, están ahí.
¿Lo saben las marcas?
Deberían. Pero lo cierto es que ni siquiera lo piensan. Los automatismos nos hacen publicar contenidos a las horas que, de forma prefabricada, nos recomienda Hootsuite o creemos haber estimado de forma adecuada, por nuestra percepción o por dos datos cruzados que, casualmente, nos han hecho ver que los martes son buenos días para publicar a las 14:32.
Los datos están ahí, y nuestro olfato con cada marca que gestionamos es primordial, fundamental. Pero quizás debamos hacer un ejercicio introspectivo y pensar en nuestras propias costumbres. Pensar menos en las costumbres digitales y más en la vida cotidiana. ¿Qué estamos haciendo realmente y dónde estamos cuando miramos el timeline de Instagram?
¿De verdad queremos ver un anuncio de unas zapatillas deportivas a las 3 de la tarde? ¡Que estamos comiendo!
¿En serio nos apetece a última hora de la tarde leer un artículo concienzudo y de análisis de herramientas de SEO?
¿Puede alguien un lunes recibir con alegría un mensaje con exceso de carga de positivismo?
¿No hemos sentido vergüenza alguna vez en el bus o en el metro con una fotografía de Instagram de una de las personas a las que seguimos y hemos deslizado rápidamente la pantalla?
Vale, en todos estos casos podemos responder un cómodo «depende», que nos salva de todo. Pero son factores que, más allá de los datos, nos van a ayudar bastante a llegar con claridad.
Mi compañera Virginia ponía en Facebook, y lo hizo durante mucho tiempo a diario, a la hora del aperitivo, una fotografía sugerente, cuanto menos, de suculenta comida. Muy apetecible. Exquisita. Para salivar. Su efecto era una oleada de insultos de sus amigos desde sus puestos de trabajo, aludiendo a la cruel costumbre de hacerlos (hacernos) sufrir porque atacaba justo a la hora en la que el hambre empieza a hacer mella y somos menos productivos en nuestros puestos de trabajo. En términos de marketing era perfecto.